jueves, 19 de enero de 2012

LA SIEMBRA OSCURA (CUENTO) DE GRACIELA ZECCA



La peste había invadido algunas aldeas. Se propagaba de modo estrepitoso, desplegando su manto oscuro de muerte.
Miles de victimas sucumbían sin atención alguna. No podían entender  haber sido abandonados a su suerte.
La carencia de agua potable en las adyacencias los obligaba a beber el agua de lluvia que bajaba de los tejados, estancada en los cuencos que depositaban a la intemperie.
El tiempo de lluvias los favorecía de alguna manera,  aunque los ancianos lugareños sostenían que el agua lava  y aleja todo mal, no corría tal suerte  espantar a la muerte.
Timoteo un joven de la aldea, dedicado a la crianza  y el cuidado de los animales, fue él que hospicio de médico para socorrer a los enfermos. Con él colaboraba el padre Jiuliano, quien hacia años residía en el lugar, enviado desde Roma, para  “domesticar en la fe” a los pobres infelices habitantes.
El reino era vasto y su principal interés radicaba en restaurar las tierras perdidas después de la invasión de sus bárbaros vecinos y aumentar la riqueza en sus arcas.
Los impuestos a los campesinos eran cada vez mas elevados lo que llevaba a fomentar el malestar entre las autoridades y el pueblo. Disgustados estos de las constantes guerras, achacaban el caos sembrado en la tierra roja, cuyo fruto solo era peste y muerte.
El trono acéfalo, su rey,  un patán de sangre azul, dedicado más al vicio que a gobernar, era el títere perfecto para la inescrupulosa sed de poder del Cardenal Letienne, quien manejaba los hilos a su antojo.
El padre Jiulianno lo sabía. El cardenal no era persona fiable. Lo entendió cuando envío mensajes de auxilio para los enfermos, cuando volvió a reclamarlo en persona y le costó una semana de castigo en el calabozo por desacato.
Ahora el padre Juilianno era un rebelde y Timoteo su cómplice, por apoyar una causa justa.
En la comarca cercana se estaba gestando una rebelión, su principal cabecilla era un ex general del ejército imperial pasado a retiro llamado Ponciano. Quien en el ostracismo de su vejez  no toleraba la injusticia.  Su sangre inquieta se revolvía al ver como sus mandatarios abusaban del poder y desamparaban a los habitantes de toda la región.
Colaboró con su gente junto a Timoteo socorriendo a los enfermos, quemando sus casas, enseres y ropas contaminadas, pero el esfuerzo era en vano, carentes de  medicinas ni atención responsable, todo se hacia mas difícil.
Cansado de ver las  inmorales desatenciones, gestó reuniones clandestinas tras la cúspide de un monte a escondidas de los enemigos.
Empalmó grupos de guerreros, campesinos jóvenes, y adolescentes de las otras aldeas, marchando  a la capital a enfrentarse al ejercito del gobierno, difícil cruzada pero sin mas opciones.
La esperanza resurgió entre los pobladores, el padre Jiulianno esperaba un milagro, mientras Timoteo atendía con afecto y solidaridad a los infectados, sin temor al contagio. Su anhelo era que el brote fuese detenido o en tal caso, propiciar una muerte no tan espantosa a los enfermos próximos al  final de su vida.
Esta acechaba por todos los flancos, con su oscura carga de discordia, enemistad, avaricia, despotismo, engaños y crueldad.
En su camino Ponciano seguía reclutando soldados a sus huestes. Entre ellos estaban sus dos hijos fieles a su causa.
Eguileño, él más joven, audaz, arrogante, soberbio y obcecado. Él que siempre le había causado disgustos familiares. Pero sin embargo había logrado el prestigio en su círculo de allegados como un valeroso guerrero.
Ongario el mayor, decidido, valiente, defensor de las causas pérdidas como su progenitor, y vivo calco también por sus aspectos físicos.
Marcharon por días a través de una extensa región, y al llegar a las proximidades de la ciudad imperial se separaron en  tres grupos para sitiarla.
Los combates fueron cruentos, si bien Ponciano llevaba gran pérdida en sus tropas, el avance era muy satisfactorio. Sostenía la idea que si continuaban divididos en grupos seria más fácil repeler la embestida.
Ante él se presentaron unos jóvenes militares desprendidos del ejército imperial, proponiendo una alianza, la cual fue contradicha  por Ongario, contando  con el beneplácito de Eguileño, quien los cobijo en su grupo.
Lo que no sabia Ponciano era que muy cercano al castillo, estaban esperándolo en una emboscada.
Las tropas de Ongario no tardaron en enterarse del suceso, y combatieron hasta las últimas consecuencias al enemigo. El ejército diezmado esperaba noticias de Eguileño, quien ya debería haber entrado por el lateral izquierdo a la ciudad.
Los días se sucedían, y al no tener noticias de ellos, Ongario planificó una retirada para reclutar más gente  y fortificar su batallón.
            A pocos metros de allí, se había gestado una conspiración   malévola.

Se arrodilló ante él, y le besó el anillo que tenía en su mano izquierda. La alianza había sido sellada.
Tal decisión merecía un brindis. Bebieron en copones labrados en oro, con incrustaciones en piedras preciosas. Un gran banquete servido en una mesa de roble oscuro los esperaba.  El vino era de color rojo.
Él guerrero no sabía que ese líquido había sido fabricado  con la sangre de sus ancestros.
Una vez más el Cardenal  había triunfado,  sometiendo a quienes se revelarán contra él.
Se jactó de su victoria.
Lo que él no sabia, era que el guerrero llamado Eguileño  había comenzado su plan desde que vendió a su padre – un rebelde- por unas pocas monedas de oro. ¿Que no haría por un reino?

A miles de km la peste tendía un manto implacable, el padre Julianno solo se limitaba a rezar, sostenido por su fe. Timoteo agonizaba, ya hacia tiempo que la había perdido.


Noviembre/2009

1 comentario:

jose maria criado lesmes dijo...

Aunque relatado como un cuento así se escribió la historia y no ha cambiado tanto.
Parece ser que no quieres saber nada de mí, tu sabras por qué, yo no me hice seguidor por un impulso y mucho menos por un interes espureo sino porque me gusta lo que escribes y tu estilo.
Un abrazo.