
LA MUJER RESQUEBRAJADA
Érase una vez una mujer ni joven ni vieja,
ni guapa ni fea, ni alta ni baja, cuya
biografía estaba tan llena de pesadumbres
reales como imaginarias. Tan sensible al
dolor y al desconsuelo y tan carente de
memoria, que nunca atinaba saber con
claridad qué la hería, quién la
decepcionaba y qué hacer para recordar
que debía seguir viva.
Como otros cambian de ropa, ella cambiaba
de médicos. Como otros hablan de sus
proyectos y realizaciones, a duras penas
ella podía hablar de sus fracasos y
frustraciones.
Sin embargo, incluso en tales tristes
condiciones, continuaba levantándose por
la mañana y preparándose el café para
luego salir a trabajar.
Una tarde le dijeron que había llegado a
la ciudad un rabí de Samarcanda, vendedor
de alfombras y médico de a ratos, un ser
que con sólo mirar a sus consultantes sabía
cuáles eran sus males. Se llamaba Rabí
Aarón Harrofé, tenía el rostro enmarcado en
una barba blanquísima y la herencia genética
le había conferido unas manos extraordinarias.
La mujer resquebrajada averiguó cómo
entrevistarse con él y lo descubrió en la
tienda de alfombras de un pariente, sentado
en un pequeño banco de madera oscura en el
ámbito más silencioso que ella hubiese
visitado nunca
La sala olía a lana teñida y a rosas secas.
El rabí la hizo sentar a su lado y la miró a
los ojos, lo que vio, lo que atisbó en un
segundo hizo lagrimear a los suyos: Era una
criatura de cristal resquebrajada por los
vientos del descontento y golpeada por tantas
tormentas como fisuras revelaban sus arrugas
faciales.
- “Necesitas una transfusión de afecto, hija
mía -dijo el anciano Rabí Aarón Harrofé- un
beso endovenoso.
Perpleja la mujer resquebrajada comenzó a
llorar. Creía haber venido en busca de un
remedio químico o, a lo sumo, práctico para
su vida y he aquí que le hablaban de afecto
y de besos raros. Era cierto que caía, con
frecuencia, en la palidez de las recurrentes
anemias, pero atribuirlas a la falta de amor
le parecía exagerado
- “Ninguno de tus dolores es más grande que
tu carencia afectiva -dijo el maestro- y que
la pérdida de confianza en tu propia valía.
Ven, dame tu brazo derecho.
Insegura, torpe, la mujer resquebrajada hizo
lo que el rabí le decía y éste, con una
gentileza arcaica, sosteniéndole el brazo por
el codo y buscándole las venas con sus verdes
ojos de singular esperanza le dio un tenue
beso endovenoso sobre el relieve azulado de
la piel
- “Hay transfusiones sutiles -dijo después el
maestro- que confieren a la sangre la certeza
de una noble compañía, la amistad de un
oxígeno nutritivo. Yo he aliviado un poco tu
dolor, ahora alivia tú, y por el mismo método,
el dolor de quienes padecen más y no saben
pedir socorro.
No olvides nunca que el beso junta en los
labios lo que el pensamiento y la lengua
separan en la errónea actividad de la boca.
AUTOR DESCONOCIDO (xMI)
Érase una vez una mujer ni joven ni vieja,
ni guapa ni fea, ni alta ni baja, cuya
biografía estaba tan llena de pesadumbres
reales como imaginarias. Tan sensible al
dolor y al desconsuelo y tan carente de
memoria, que nunca atinaba saber con
claridad qué la hería, quién la
decepcionaba y qué hacer para recordar
que debía seguir viva.
Como otros cambian de ropa, ella cambiaba
de médicos. Como otros hablan de sus
proyectos y realizaciones, a duras penas
ella podía hablar de sus fracasos y
frustraciones.
Sin embargo, incluso en tales tristes
condiciones, continuaba levantándose por
la mañana y preparándose el café para
luego salir a trabajar.
Una tarde le dijeron que había llegado a
la ciudad un rabí de Samarcanda, vendedor
de alfombras y médico de a ratos, un ser
que con sólo mirar a sus consultantes sabía
cuáles eran sus males. Se llamaba Rabí
Aarón Harrofé, tenía el rostro enmarcado en
una barba blanquísima y la herencia genética
le había conferido unas manos extraordinarias.
La mujer resquebrajada averiguó cómo
entrevistarse con él y lo descubrió en la
tienda de alfombras de un pariente, sentado
en un pequeño banco de madera oscura en el
ámbito más silencioso que ella hubiese
visitado nunca
La sala olía a lana teñida y a rosas secas.
El rabí la hizo sentar a su lado y la miró a
los ojos, lo que vio, lo que atisbó en un
segundo hizo lagrimear a los suyos: Era una
criatura de cristal resquebrajada por los
vientos del descontento y golpeada por tantas
tormentas como fisuras revelaban sus arrugas
faciales.
- “Necesitas una transfusión de afecto, hija
mía -dijo el anciano Rabí Aarón Harrofé- un
beso endovenoso.
Perpleja la mujer resquebrajada comenzó a
llorar. Creía haber venido en busca de un
remedio químico o, a lo sumo, práctico para
su vida y he aquí que le hablaban de afecto
y de besos raros. Era cierto que caía, con
frecuencia, en la palidez de las recurrentes
anemias, pero atribuirlas a la falta de amor
le parecía exagerado
- “Ninguno de tus dolores es más grande que
tu carencia afectiva -dijo el maestro- y que
la pérdida de confianza en tu propia valía.
Ven, dame tu brazo derecho.
Insegura, torpe, la mujer resquebrajada hizo
lo que el rabí le decía y éste, con una
gentileza arcaica, sosteniéndole el brazo por
el codo y buscándole las venas con sus verdes
ojos de singular esperanza le dio un tenue
beso endovenoso sobre el relieve azulado de
la piel
- “Hay transfusiones sutiles -dijo después el
maestro- que confieren a la sangre la certeza
de una noble compañía, la amistad de un
oxígeno nutritivo. Yo he aliviado un poco tu
dolor, ahora alivia tú, y por el mismo método,
el dolor de quienes padecen más y no saben
pedir socorro.
No olvides nunca que el beso junta en los
labios lo que el pensamiento y la lengua
separan en la errónea actividad de la boca.
AUTOR DESCONOCIDO (xMI)
A veces trato de no poner cosas que sean de otros, pero este breve relato valia la pena, me lo mandaron por mail y quise compartirlo, espero les guste tanto como a mi.
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